lunes, 15 de octubre de 2012

¿Dañan la salud los "Y QUe alimentos transgénicos?"


Por Ingrid Wenzl
Nadie sabe qué efectos pueden provocar estos alimentos en la salud humana, sin embargo, las autoridades permiten su comercialización sin problemas. Por eso, algunos científicos han decidido estudiarlos por su cuenta y explicarnos sus hallazgos.

Hace diez años un experimento del prestigioso investigador Arpad Pusztai causó un gran revuelo: varias ratas alimentadas con patatas Desirée mostraron daños estructurales en el bazo, hígado y otros órganos importantes. Al ADN de la patata se le había añadido anteriormente el gen de la campanilla blanca, que codifica la producción de la lectina Galanthus nivalis agglutinin (GNA), una proteína no tóxica en sí que protege la flor primaveral de pulgones y nematodos. Fue tal la polémica que, dos días después de que el científico de origen húngaro explicara en una entrevista de la cadena televisiva BBC los inquietantes resultados de su experimento, fue despedido por la empresa que lo había contratado, el Instituto Rowett-Research en Aberdeen (Escocia).
Pusztai, que había sido un gran entusiasta de la ingeniería genética hasta conocer los resultados de este experimento, se convirtió, de repente, en el blanco de los defensores de esta tecnología, quienes, a través de los medios de comunicación, pusieron en marcha toda una campaña difamatoria en la que cuestionaban su diligencia profesional. En ella participó incluso el instituto para el que había trabajado durante 30 años.
Un año después, un grupo de científicos internacionales no sólo corroboró los resultados de Pusztai, sino que presentó nuevas pruebas alarmantes. En un experimento que la Commonwealth Scientific and Industrial Research Organization (CSIRO) llevó a cabo en Australia entre los años 1995 y 2005, varios ratones de laboratorio enfermaron de neumonía después de comer guisantes transgénicos, lo que se calificó como una señal clara de pérdida de defensas. Los guisantes llevaban un gen de la alubia roja que los protege contra un escarabajo nocivo para la planta. En cambio, los ratones del grupo de control, que fueron alimentados con guisantes convencionales y alubia roja, siguieron sanos.
En otro trabajo, un equipo de científicos del instituto francés Comité de Investigación e Información Independientes sobre la Ingeniería Genética (CRIIGEN) de la Universidad de Caen evaluaron en el 2007 un estudio de alimentación de 90 días de Monsanto, en los que se dedicaron a alimentar ratones con maíz NK603. En su resumen, destacan 60 diferencias significativas frente al grupo de control, entre las que se encuentran irregularidades en el cerebro, el corazón, los riñones e hígado, así como un peso considerablemente menor.
En ese año, varios investigadores del mismo instituto publicaron los resultados de un estudio que la empresa había mantenido en secreto: las ratas que comían maíz MON863 sufrieron daños en riñones e hígado. Lo preocupante es que, a diferencia de la patata y el guisante, los maíces NK603 y MON863 están autorizados por la Unión Europea como alimento para animales y humanos; a excepción de Austria, país donde este último está prohibido.
Todos estos experimentos demuestran que los transgénicos no son unos alimentos tan inocuos como aseguran una y otra vez las grandes compañías y los políticos que autorizan su comercialización. Sin embargo, “los conocimientos científicos actuales no son suficientes para predecir con exactitud todas las consecuencias de la manipulación de un nuevo organismo en el que se han introducido genes extraños ni las consecuencias para la salud de las personas o animales que los ingieren”, advierte Juan Felipe Carrasco, experto en transgénicos de Greenpeace España. Y tampoco sabemos qué repercusiones puede tener para nuestra salud el consumo de derivados de animales que han consumido transgénicos.
Según Arpad Pusztai, hasta ahora no existe un solo experimento que investigue los efectos de los organismos modificados genéticamente (OMG) sobre los humanos, salvo el experimento global que la industria está llevando a cabo en contra de nuestra voluntad. Por lo tanto, sólo se puede especular sobre cómo aplicar los resultados de los experimentos con animales a los seres humanos. Lo único que tenemos son indicios, como los que aportó un estudio realizado en Noruega. Primero, se alimentó a un grupo de salmones con soja y maíz transgénicos y, después, se les ofreció como alimento a varias ratas, que, más tarde, experimentaron cambios fisiológicos.
Un colega noruego de Pusztai,Terje Traavik, que trabaja para el instituto de Ecología Genética GenØk, señaló hace un tiempo en una entrevista concedida a la revista alemana Parlament: “Las proteínas y el ADN ajenos no se descomponen en el aparato gastrointestinal, sino que son absorbidos por las tripas y transportados en construcciones biológicamente relevantes por la sangre a los órganos internos.” Así, se puede encontrar ADN en las heces, en la pared intestinal, en el hígado y en los riñones, e integrado en el genoma del receptor. Es decir, la carne de los animales alimentados con OMG puede contener todavía restos de su ADN.
Algunos científicos críticos ven en la toxina de las plantas Bt la causa de los daños de los animales de laboratorio. Estas plantas reciben su nombre del gen del Bacillus thuringiensis, que les permite producir su propio insecticida. En el caso del maíz MON810, por ejemplo, se utiliza para combatir el temido taladro. Por el contrario, en la agricultura ecológica, aunque hace tiempo que se usa esta bacteria del suelo en forma de spray, no se aplica en el caso del taladro.
La tecnología transgénica está lejos aún de ser tan precisa como sus defensores nos quieren hacer creer. Así lo ha demostrado unestudio de Greenpeace al comprobar que la concentración de la toxina Bt varía entre las plantas de maíz MON810 del mismo campo o entre diferentes ubicaciones –entre Alemania y España puede variar hasta el factor 100– y que también existen vacilaciones dentro de una sola planta. Es la misma conclusión a la que llegaron varios científicos que investigaban el algodón Bt en la India. Éstos encontraron unos niveles más altos de veneno en las hojas que en los capullos y las flores, y no quedaba claro que las concentraciones en otras partes fueran suficientes para garantizar una protección completa del fruto.
Todavía desconocemos qué efecto puede tener esa variabilidad o la presencia de la toxina en la comida, en general, para animales y humanos, “pero si la misma empresa no sabe la cantidad de veneno que produce su planta, yo no me la comería”, asegura Carrasco.
Toxicidad y alergias
Los experimentos de Pusztai y de sus colegas australianos dan otra pista para explicar los daños producidos en los órganos de los animales de laboratorio. A diferencia a las plantas Bt, en la patata y en el guisante no se implantaron genes con la propiedad de producir toxinas, sin embargo, los animales de laboratorio enfermaron igualmente al ser alimentados con ellos, de ahí que llegaran a la conclusión de que la causa debía ser otra. “Nuestro trabajo mostró que no fue el nuevo gen sino su implantación en el genoma de la patata el que cambió el modo de funcionar de los genes de la propia planta, modificó su valor nutritivo y generó algunas cualidades probablemente tóxicas”, explica Pusztai.
Hasta ahora, todos los tipos de patatas transgénicas revisadas por los científicos habían mostrado cualidades no deseadas, independientemente del gen que se les hubiera transferido, por eso el investigador sospecha que la toxicidad de la parte superficial de este solanácea se extiende hasta el tubérculo por la intervención en su información genética.
Como las plantas transgénicas producen muchas veces proteínas que desconoce nuestro organismo, existe el riesgo de que su consumo pueda provocar alergias. Así, por ejemplo, el Instituto para una Tecnología Responsable de Estados Unidos advierte que las alergias a la soja se dispararon en Gran Bretaña en un 50% cuando la soja transgénica llegó al mercado. Eso se debe a que el nivel de un alérgeno bien conocido de la soja es unas siete veces más alto en la soja transgénica cocida que en la normal, aparte de que la primera contiene, además, otro tipo de alérgeno inexistente en la soja convencional.
También hay indicios de que el algodón Bt genera reacciones alérgicas. Un ejemplo de ello es un grupo de agricultores indios que trabaja en las plantaciones y que se ha quejado de sufrir constantes picores, erupciones cutáneas y molestias respiratorias.
“La OMS y la FAO exigen que todos los alimentos que contengan transgénicos deben ser revisados para controlar los alérgenos, pero las administraciones hacen caso omiso”, critica Michael Hansen, biólogo y portavoz de la Consumer’s Union, una organización de consumidores de Estados Unidos. Teniendo en cuenta que las alergias alimentarias han aumentado en los últimos años en ese país, tal pasividad resulta aún más criticable.
Controles dudosos
Existen numerosos ejemplos que demuestran que se autorizan nuevas plantas transgénicas en Estados Unidos, Europa y el resto del mundo sin que haya suficientes pruebas sobre los efectos adversos en la salud, ni por parte de la Agencia de Seguridad Alimentaria de la Unión Europea (EFSA) ni por la Administración de Alimentos y Fármacos de Estados Unidos (FDA). Ambas basan sus decisiones en estudios hechos por las mismas compañías biotecnológicas, con lo que los resultados son previsibles.
En el documental Vida fuera del control, el científico noruego Terje Traavik calcula que los investigadores independientes que se encuentran trabajando en este campo representan sólo el 5%. De hecho, si hubiera sido por la EFSA, la patata de fécula Amflora se habría aprobado en Europa. En principio, se preveía un uso únicamente industrial, como la producción de papel, pero su creadora, BASF, había solicitado, además, el permiso para usarla como alimento para animales, a pesar de no ser considerada apta para el consumo humano. Finalmente, la Comisión Europea detuvo su autorización el pasado mes de mayo. Por otro lado, son varios los expertos que aseguran que “el polémico guisante transgénico que causó tanto alboroto en Australia, en Europa habría pasado”, tal y como confirma Christoph Then, responsable del área de transgénicos de Greenpeace Alemania.
Fueron también la FDA y la Agencia de Protección Ambiental estadounidense (EPA) las que permitieron el uso del maíz StarLink de la empresa Aventis CropScience para animales en Estados Unidos. Éste contenía una proteína muy resistente y totalmente ajena a las que ingiere nuestro cuerpo, por lo que estaba prohibido para el consumo humano. Sin embargo, una coalición de asociaciones (Genetically Engineered Food Alert) descubrió en 2000 la presencia de este tipo de maíz en unos tacos de la marca Kraft, lo que se convirtió en uno de los escándalos alimentarios más grandes de la historia. Unos 300 productos fueron retirados del mercado.
Políticos bajo sospecha
No hay duda de que existen lazos amistosos entre las compañías de biotecnología y ciertos políticos. Por ejemplo, Jeffrey Smith, director del Instituto de Investigación Responsable en Estados Unidos, afirma que Michael Taylor trabajó como abogado para el sector biotecnológico antes de entrar en 1992 en la FDA y, más tarde, Monsanto le contrató como responsable de relaciones públicas. Y en Europa, tampoco estamos libres de pecado, ya que, como señala Werner Müller, experto en ingeniería genética de la Oficina de Investigación de Riesgos Ecológicos de Austria, “hasta ahora, la EFSA sólo ha aceptado opiniones favorables a las plantas transgénicas, a las que consideran tan seguras para la salud humana y el medio ambiente como las plantas convencionales”. Una afirmación sin ninguna base, pues todavía no se ha hecho ningún experimento de larga duración.
“La EFSA comprueba las sustancias de las plantas, pero no cómo repercuten en el conjunto o qué efecto provocan en órganos, como el hígado o los riñones”, critica. No hay que olvidar que puede ser la interacción de diferentes factores, tanto tóxicos como estresantes, la que lleva a una enfermedad.
Desgraciadamente, la caza de brujas que se le ha hecho a Pusztai después de que éste publicara en 1998 sus molestos resultados para la industria no es un caso único. En un dictamen del Servicio Estadounidense de Pesca, Flora y Fauna, el 44% de los cuestionados aseguraron que habían sido presionados para retirar los datos que apuntaban a la importancia de la protección de las especies. “Lo de la ciencia independiente será un mito hasta que se proteja a los científicos de tales intervenciones”, asegura Pusztai.
Si, como hemos visto, apenas hay investigadores independientes ni voluntad política de escucharles o proteger a los consumidores de posibles riesgos de los OMG sobre la salud, entonces, sólo nos queda optar por productos ecológicos y oponernos vehementemente a esta tecnología de peligros incalculables.

No hay comentarios:

Publicar un comentario